Una vez me gustó un chico tanto, tanto, tanto, que sentía una
carga eléctrica tan grande cuando estaba a su lado, que nunca, nunca, pude tocarlo,
porque estaba convencida de que si le tocaba me iba a desmayar. (Probablemente
pensó que era tonta y me diera por imposible, claro).
Esta misma sensación electrizante la he sentido también con
alguna obra de arte; y estas obras forman, lo que yo llamo, mi museo imaginante.
No museo imaginado ni museo virtual, porque una parte fundamental del flechazo es
que te enamores de ellas en persona, claro, no a través de reproducciones (¿Qué somos, reyes? No, gracias.).
Te
tienen que llegar sus vibraciones, sentir cierto mareo en su presencia…E imaginante
porque hay un antes y un después de conocerlas: te han ayudado a imaginar y han
transformado tu alma. Son obras apabullantes.
Y la primera obra con la que me pasó esto, y la que inaugura mi museo es «La muerte de Marat» de David. El cómo nos conocimos es
bastante curioso –como en cualquier buena historia de amor que se precie, no?–:
Viajé a Bruselas con unos amigos –en mi bendito Erasmus en el que recorrí parte de Europa– y
decidí quedarme un día más por mi cuenta para poder ver tooooodos los Museos de arte de
la ciudad (esto es fundamental hacerlo si quieres conservar los amigos…).
Así que, ahí
estaba yo, paseando por el Museo de Bellas Artes de Bruselas, de cuya colección
apenas sabía nada porque la guía de viajes era bastante escasa (y baratilla). Entro
a una sala –como cualquier otra–: veo un lado, veo el siguiente, me giro…y de
repente, allí, en solitario, ocupando la pared entera...estaba el Marat
asesinado. Una obra bastante más grande de lo que esperaba, sombría y
majestuosa. Miré alrededor porque me extrañaba que no hubiera frente a ella un
enjambre de cabezas con la mandíbula desencajada…pero no había nadie (y luego
hay que pedir vez para ver a la Gioconda, ¿? Je ne comprends pas).
En ese, en ese preciso momento fue cuando entendí (y cuando
experimenté) que verdaderamente hay un Arte con mayúscula, trascendente y a la
vez tan humano.
Era una sensación muy contradictoria, porque te daba pena tener a ese hombre, tan cetrino como el Cristo muerto de Mantegna, que
te sobrecogía de dolor…peeeeeeero, al mismo, tiempo (de ahí la contradicción)
también parece que se te echa encima, y claro, en el fondo lo que te da es
cierto asquito, así que, inconscientemente, te apartas, como para que no te
salpique ni lo tengas que tocar.
Así que, así estaba yo, sintiéndome deslumbrada y culpable
al mismo tiempo, por no poder hacer nada por ese personaje ni tampoco querer,
claro. Pero fue un momento muy especial que diría que dio sentido a toda una carrera
universitaria (ahí es ná).
He encontrado por la web una representación que han hecho unos alumnos de México de la obra con la que te partes. Me ha parecido una idea buenísima y muy divertida (¡por qué no haríamos esto nosotros en la Uni y no tanto coger apuntes!).
¡Espero vuestros comentarios sobre vuestras obras favoritas y/o trascendentes (aunque sé que siempre da vergüenza hablar de los amores)!