domingo, 24 de abril de 2016

Underground

Cada vez me cuesta más recomendar series. Seamos sinceros, la mayoría o son basura o puro divertimento: repeticiones eternas a partir de una melodía que en un momento funcionaron. Un eterno lieder. Bueno, sin la poesía.

El año pasado apenas UnReal y el Ministerio del Tiempo tuvieron la calidad y la originalidad necesaria para ser reseñadas. Series que tras verlas, muchos meses después, siguen dando vueltas en tu cabeza. Algún capítulo hasta en tu corazón.

Este año, éste, es el año de Underground. Por supuesto una serie casi desconocida, que cuenta, ahora mismo, con un solo voto en Filmaffinity. El mío. Pero es una serie al nivel del film La caza de Vinterberg; ese tipo de historias al que das vueltas y vueltas. Que meses después, de repente, te vuelve a rondar. A acongojar. A despertar dudas.

Y es que Underground es la historia de un grupo de esclavos que escapan de una plantación de Georgia para conseguir la libertad. Para ello tendrán que concluir con un recorrido de casi 1000 kilómetros: la Underground Railroad.

La ruta Underground fue una ruta de escape formada por rutas secretas y casas seguras utilizada en el siglo XIX por los esclavos que querían llegar a los estados del Norte y a Canadá para conseguir su libertad. Se estima que en los años más utilizado hasta 1000 esclavos al año habían utilizaban esta ruta, donde recibían ayuda de abolicionistas negros, blancos e indios americanos (como veremos en la serie).

Con dos capítulos iniciales un tanto melodramáticos, y no por ello menos ciertos, llegaremos a entender, o no, porque todo el mundo es libre y nadie puede decir lo contrario. Y punto.

Vemos la diferencia entre los que viven en la "casa grande" a los que trabajan en los campos de algodón:

Quizá lo primero es más cómodo, pero la vida constante como sirviente tiene sus peculiaridades; pasando siempre por tus narices los lujos, escuchando conversaciones donde se habla de los tuyos como animales...no puedo sino pensar en todas esas mujeres que durante el siglo XX venían a Madrid (y otras ciudades) a servir. Historias reales de cómo a las criadas les daban un huevo de oca para las tres: esa era toda la cena. O como, cuando tenían una "buena" señora les dejaban llevarse las migas de mesa.

Por otro lado, los menos "mulatos", los menos refinados o habilidosos que trabajan en los campos de algodón. Donde reciben latigazos si no llegan a (su) mínimo. Pero a la vez, gracias a vivir a parte, lejos de la casa de los blancos, pueden tener sus propias tradiciones, relaciones; un pedacito de vida propia. (También de esto hemos sabemos en los campos de nuestro país. Aún hay abuelos que al empleador le llama amo. ¡Amo!. La mía, por ejemplo).

Pero no nos engañemos. Pronto nos dejan claro dos cosas:

- Estos hombre y mujeres son esclavos porque han nacido a un lado de una línea. Como los sirios. A un lado sí, a otro lado no. A un lado son una pertenencia, sin posibilidad de poseer nada; ni sus propios hijos. Y al otro serían libre; con posibilidad de tener una mujer, un marido, unos hijos. Una vida.

- No hay grandes reflexiones filosóficas. Son esclavos, y lo serán, por mucha ética que exista, porque es un sistema productivo basado en el trabajo con mano de obra barata, aquí la esclava. Ganan dinero así, lo máximo. Y piensen lo que piensen siempre querrán ganar dinero. Cueste lo que cueste (a los demás). Si tienen esclavos es porque pueden. Porque quieren. (Esto también nos suena aunque la esclavitud moderna sea económica, y en vez de esclavos los llamemos trabajadores pobres). Un sistema montado para la extrema riqueza de unos pocos.

La serie es apabullante. Cada capítulo es más y más interesante, contándonos cosas sorprendentes, narrándonos esos detalles de la historia que no sabemos, o que no queremos saber. Como los esclavos son menos que animales, pero para un polvete nos sirven. O como separamos familias por mero interés económico. Como sangran las manos y se tiñe el algodón de los campos. De qué color es el agua que beben. A qué penas se arriesgaban aquellos, blancos o negros, que les ayudaban en su huida. Quien elegía trabajar como caza-esclavos. Como se mandaban pistas a través de las canciones. Como conocer o no qué es la estrella polar te puede dar la clave de hacia a dónde huir...

Como estas, mil cosas. Con cada capítulo la historia gana en intensidad y las ganas de saber todos los detalles. Hay tanto que aprender. O por lo menos, yo, mujer blanca europea tengo taaanto que aprender de este momento de la historia que casi todo es sorprendente.

El elenco de actores es bueno, los capítulos están bien narrados, los exteriores son impresionantes. Técnicamente la serie es de calidad, pero me temo que, al estilo de Tremé que en Europa vimos cuatro locos, pasará desapercibida.

Yo, humildemente, espero a contribuir a que no se os pase por alto. No os engaño; no es una serie para echarse una risas. Bueno, supongo que si eres un psicópata o un racista (que están a la par). No, si eres racista ve y observa. Intenta empatizar. No me puedo creer que puedas ser indiferente al sufrimiento de otro ser humano. Quiero creer que es pura ignorancia.

Y aprende. Nos está pasando de nuevo. Tenemos a miles y miles de seres humanos recorriendo miles de kilómetros en busca de la libertad. No por ser de un color diferente a la mayoría en ese territorio; es por crecer en el lado equivocado. En la clase social equivocada.

No dejéis de verla.


P.D. En la actualidad la esclavitud se considera un crimen contra la humanidad. Nunca ha existido un número tan alto de esclavos como en nuestro siglo. 




domingo, 14 de febrero de 2016

Dios es el arte


Llevo mas de tres meses sin actualizar este blog. No ha sido por falta de ganas. Y si por la complejidad del tema. Porque, como contaros que, siendo atea, he descubierto a Dios­­ ¿?

Y, sobre todo, como  contar que ¿Dios es arte, y el arte es Dios?

Y todo empieza, como es de esperar, en el principio. En el principio del camino. Del Camino a Santiago, claro. En ese camino que sigue al sol y a las estrellas. Ese camino que el hombre comienza al este, en su juventud, en su inexperiencia, y que sigue la vía láctea hacia su ocaso, su declive: hacia el oeste. Y, siendo tan antropocéntricos, por supuesto, hacia nuestro fin; que siempre lo  interpretaremos como el fin del mundo.

Y  es que el Camino a Santiago, camino místico y Calle mayor de Europa, acumula la energía de millones de personas que desde la Edad Media pisan y configuran sus surcos. Miles de sueños, de palabras, de lágrimas que dejaron su impronta a lo largo de los siglos.

Supongo que también, a lo largo de  su historia, miles de peregrinos han encontrado a Dios, como yo lo hice, entre estas huellas. Personas fatigadas, doloridas, arrastradas por el simple impulso de ir hacia delante. De poner un pie delante de otro dejándose llevar por el destino.

Y es que, como pude comprobar, para encontrar a Dios es fundamental estar cansado. Muy cansado. Dolorosamente cansado.

Y es que este agotamiento te vacía la mente de manera asombrosa. Llegar a sentir el cuerpo en toda su molesta pesadez para llegar a un momento en el que, simplemente, ya no está ahí. Necesitas volverte todo mente para que el dolor no te arrastre. Es un tipo de meditación a través del ejercicio moderado pero constante.

Obviamente te libera de muchas cosas. Cuando una ampolla duele en toda su “grandeza”, ni piensas en exámenes ni en discusiones con parejas. Ni en nada. La energía es limitada. La fuerza también. Y no la vas a malgastar en nada que venga de más atrás o que sobrepase los 10 minutos más inmediatos.

El silencio es otro de los requisitos para encontrar a Dios. No por nada dicen que el verdadero peregrino camina en silencio. Bueno, las pocas ganas que te quedan de conversación intrascendente debe de influir un poco, pero vamos a su aspecto más metafísico.

Y es que el silencio es fundamental para poder disfrutar de la propia naturaleza. No solo en su aspecto más obvio –el sonoro-, sino que se necesita de la concentración que otorga el silencio para poder disfrutar de los otros sentidos: de las magníficas vistas, de los colores, de las miradas de otros animales, de los olores de flores y árboles.

En mi caso fue fundamental para apreciar la compañía inesperada de ciertos animales: al comenzar fueron los cuervos los que me acompañaron durante varias jornadas. Pasito a pasito, poste a poste, siempre estaban a mi vera.

Durante dos días fueron las mariposas: no se cansaron de revolotear alrededor de mi, de manera sorprendente.

Luego vino la inesperada visita de tres caballos: bajaron al galope desde la lejanía, tan deprisa que temí que saltaran el cercado. Se pararon justo a la linde, mirándome fijamente durante 2 minutos. Después se dieron la vuelta y deshicieron su camino de nuevo hasta que los perdí de vista.

Y durante mis días cruzando los tenebrosos bosques gallegos –donde desde temprano había gente a su entrada esperando a otro peregrino para cruzar acompañados– un petirrojo me acompañó la mayor parte del tiempo mostrándome el camino.

Y  tras el cansancio, el silencio y la compañía de los animales llega, inevitablemente, el deseo de estar con otros humanos. En esos ratillos en los que reconoces a los tuyos: los que hablan tu idioma. Vamos, mamíferos que vocalizan y articulan palabras y que piensan y viven como tú.

Y este es el cóctel explosivo que te predispone, o, en realidad, la mezcla perfecta necesaria para encontrar a Dios.

Y en mi caso esta revelación se dio en Rabanal del Camino; una aldea con una energía especial que se nota nada más llegar.

Es sorprendente ver, a lo largo del Camino, que hay pueblos de perros y pueblos de gatos. Una cosa muy extraña. Pero el animal que recibe al peregrino a la entrada te da muchas pistas de lo que te vas a encontrar.

Y aunque me encontré perros simpatiquísimos y conviviendo en armonía con otros animales, entre ellos gatos, siempre los pueblos genuinamente felinos fueron los más misteriosos.

Rabanal es un pueblo de gatos. Mayoritariamente. O al menos a mí me recibieron. Y un perro adorable al que le faltaba una patita, bien lustroso.

En él todo discurre a lo largo de calle mayor y de la abadía benedictina de San Salvador del Monte Irago. Estos monjes, apenas seis, llevan a cabo una de las reuniones más especiales de todo el Camino.
Y es que, al caer la noche, convocan a los peregrinos –diría que los único feligreses de la zona- independientemente de su país o religión, a reunirse y, simplemente, cantar gregoriano.

En esta liturgia, Vísperas, celebrada en una antigua iglesia de origen románico despojada de todo adorno (y falta de reparaciones básicas), cantando al unísono gracias al libreto que nos facilitaron los monjes en cinco idiomas, con la lengua común europea que fue el latín; en penumbra, en recogimiento, bajo grietas en la bóveda y en ropa de deporte…ahí, justo ahí, descubrí a Dios.

Y todavía es más importante que, en ese mismo momento, también supe, con claridad, qué es Dios.

Y es que Dios es el arte.

Y me sentí orgullosa.

Como historiadora del arte.

Y como humanista.

Porque ese éxtasis, esa sensación tan especial; esa energía eléctrica que hacia brotar lágrimas a borbotones; ese salir del cuerpo y flotar, ese sentirse parte de un colectivo. Sentirse acompañado. Ser acompañado. Ser. Todo eso, y más, se lograba a través del arte. Es fruto del arte. La manifestación suprema del ser humano. La materialización de nuestro pensar más abstracto, de las matemáticas, de los impulsos cerebrales más básicos.

Y es que si quieres descubrir que decimos cuando hablamos de obra de arte total, haz el Camino.

Esa era la obra de arte total. Eso que a veces llamamos sentir la presencia de Dios. Eso es la combinación perfecta, en tiempo y forma, de arquitectura, pintura, escultura, lenguaje, olores, música, escenografía…

En ese momento el esfuerzo de tantos artistas cobraron forma y sentido.

Esa iglesia románica, en estado de semi-abandono, sufriente como nuestros cuerpos; pero armoniosa, con proporciones que favorecen el recogimiento. Con una oscuridad adecuada a un pueblo de montaña; a la luz del atardecer.

Con pinturas que acrecientan su geometría, el orden bajo los adornos. Con colores sencillos, austeros, como es el peregrino. Básicos. Andar hacia delante, pintar hacia delante. Sin más florituras.
El olor a cal, a humedad, a cueva. A refugio.

El frio de las paredes pero el calor de la congregación. El calor del abrigo. De nuestros abrigos. Allí no había ropas de domingo. Llevábamos hábitos como los monjes, que iban de negro. Sencillos, prácticos, nuestra segunda piel. Lo que somos sin más. Sin adornos. Sin afeites. Como los muros que nos cobijaban dela fría noche.

La música. ¡Ay, la música! Bello es sin dudar el cantar de los pájaros, pero las composiciones a las que ha llegado el ser humano son incomparables. Que felicidad la de volver a escuchar notas, y la voz grave del gregoriano. El arrullo de congéneres que cantan a la vez. ¡Qué placer!

Y el poder a través de la palabra.  Un arte que, a veces, olvidamos. No es lo mismo usar una que usar otra. No existen sinónimos. Su utilización, tanto escrita como hablada; su entonación, su cadencia. Es todo.
Y aquí hablamos en cinco idiomas y en latín. Cantamos y hablamos de sufrimiento, y de no rendirse. 

«Nosotros, los robustos, debemos cargar con los achaques de los endebles y no buscar lo que nos agrada […]». Romanos 15, 1-3

«Hermanos míos: teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe, os dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna». Santiago 1, 2-4

No por nada dicen que la fe, como virtud, es la fuerza interior que te permite someterte a las situaciones más adversas, de necesaria aplicación en el camino de la sabiduría.

Supongo que yo encontré la fe. Y a Dios. Y después descubrí que es el arte. ¡Ay, el arte! Todavía no me han perdonado que con Matrícula de Honor me dedicara a estos derroteros. Pero, qué hay mas importante. Qué disciplina engloba igual a todas las demás. Qué es eso que nos influye en el día a día- a través de nuestro entorno, de los colores, de la ropa, de la música-. Lo que nos evade cuando estamos saturados y nos da fuerzas cuando no podemos más.

Puede que en el día a día lo ignoremos. Leemos un libro, decimos. Vamos a una visita guiada, dirán. Sin darse cuenta de la importancia que tienen las palabras; en los demás, en nosotros. En quien las piensa, quien las dice, y quien las escucha.
Parece que nos da igual ir por una calle limpia que sucia; cruzar un edificio u otro. Cruzar una carretera o un río. Vestir de rojo que de marrón. Llevar lavanda o argán.

El arte es todo. Todo es el arte. Es la manifestación mas completa de nuestra perfección e imperfección como seres vivos. Pero es sin duda, humano. Aunque a veces lo llamemos Dios.

No es síndrome de Stendhal, es mucho más. Ya lo experimenté de forma más focalizada con anterioridad; con el Marat asesinado de David, con el Pierrot de Watteau, La Joven de la Perla o la Victoria de Samotracia. Pero en todas las ocasiones fue en el entorno aséptico de un museo; y nunca antes en ropa de deporte y en chanclas con calcetines.

Donde no encontré a Dios, sin duda, fue en la Catedral de Santiago. Pero de eso, amigos, hablaremos otro día.

Hoy me quedaré con esta sensación de plenitud absoluta, de propósito, de sentido de la vida que es el arte. Cuatro letras minúsculas con sentido mayúsculo.