Llevo mas de tres meses sin actualizar este blog. No ha sido por falta de ganas. Y si por la complejidad del tema. Porque, como contaros que, siendo atea, he descubierto a Dios ¿?
Y, sobre todo, como
contar que ¿Dios es arte, y el arte es Dios?
Y todo empieza, como es de esperar, en el principio. En
el principio del camino. Del Camino a Santiago, claro. En ese camino que
sigue al sol y a las estrellas. Ese camino que el hombre comienza al este, en
su juventud, en su inexperiencia, y que sigue la vía láctea hacia su ocaso, su
declive: hacia el oeste. Y, siendo tan antropocéntricos, por supuesto, hacia
nuestro fin; que siempre lo
interpretaremos como el fin del mundo.
Y es que el Camino a
Santiago, camino místico y Calle mayor de Europa, acumula la energía de
millones de personas que desde la Edad Media pisan y configuran sus surcos.
Miles de sueños, de palabras, de lágrimas que dejaron su impronta a lo largo de
los siglos.
Supongo que también, a lo largo de su historia, miles de peregrinos han encontrado
a Dios, como yo lo hice, entre estas huellas. Personas fatigadas, doloridas,
arrastradas por el simple impulso de ir hacia delante. De poner un pie
delante de otro dejándose llevar por el destino.
Y es que, como pude comprobar, para encontrar a Dios es
fundamental estar cansado. Muy cansado. Dolorosamente cansado.
Y es que este agotamiento te vacía la mente de manera
asombrosa. Llegar a sentir el cuerpo en toda su molesta pesadez para llegar a
un momento en el que, simplemente, ya no está ahí. Necesitas volverte todo
mente para que el dolor no te arrastre. Es un tipo de meditación a través
del ejercicio moderado pero constante.
Obviamente te libera de muchas cosas. Cuando una ampolla
duele en toda su “grandeza”, ni piensas en exámenes ni en discusiones con parejas.
Ni en nada. La energía es limitada. La fuerza también. Y no la vas a
malgastar en nada que venga de más atrás o que sobrepase los 10 minutos más
inmediatos.
El silencio es otro de los requisitos para encontrar
a Dios. No por nada dicen que el verdadero peregrino camina en silencio. Bueno,
las pocas ganas que te quedan de conversación intrascendente debe de influir un
poco, pero vamos a su aspecto más metafísico.
Y es que el silencio es fundamental para poder disfrutar de
la propia naturaleza. No solo en su aspecto más obvio –el sonoro-, sino que se
necesita de la concentración que otorga el silencio para poder disfrutar de los
otros sentidos: de las magníficas vistas, de los colores, de las miradas de
otros animales, de los olores de flores y árboles.
En mi caso fue fundamental para apreciar la compañía
inesperada de ciertos animales: al comenzar fueron los cuervos los que me
acompañaron durante varias jornadas. Pasito a pasito, poste a poste, siempre
estaban a mi vera.
Durante dos días
fueron las mariposas: no se cansaron de revolotear alrededor de mi, de manera
sorprendente.
Luego vino la inesperada visita de tres caballos: bajaron al
galope desde la lejanía, tan deprisa que temí que saltaran el cercado. Se
pararon justo a la linde, mirándome fijamente durante 2 minutos. Después se
dieron la vuelta y deshicieron su camino de nuevo hasta que los perdí de vista.
Y durante mis días
cruzando los tenebrosos bosques gallegos –donde desde temprano había gente a su
entrada esperando a otro peregrino para cruzar acompañados– un petirrojo me
acompañó la mayor parte del tiempo mostrándome el camino.
Y tras el
cansancio, el silencio y la compañía de los animales llega, inevitablemente, el
deseo de estar con otros humanos. En esos ratillos en los que reconoces a los
tuyos: los que hablan tu idioma. Vamos, mamíferos que vocalizan y articulan
palabras y que piensan y viven como tú.
Y este es el cóctel explosivo que te predispone, o, en
realidad, la mezcla perfecta necesaria para encontrar a Dios.
Y en mi caso esta revelación se dio en Rabanal del Camino;
una aldea con una energía especial que se nota nada más llegar.
Es sorprendente ver, a lo largo del Camino, que hay
pueblos de perros y pueblos de gatos. Una cosa muy extraña. Pero el animal
que recibe al peregrino a la entrada te da muchas pistas de lo que te vas a
encontrar.
Y aunque me encontré perros simpatiquísimos y conviviendo en
armonía con otros animales, entre ellos gatos, siempre los pueblos
genuinamente felinos fueron los más misteriosos.
Rabanal es un pueblo de gatos. Mayoritariamente. O al menos
a mí me recibieron. Y un perro adorable al que le faltaba una patita, bien lustroso.
En él todo discurre a lo largo de calle mayor y de la abadía
benedictina de San Salvador del Monte Irago. Estos monjes, apenas seis, llevan a
cabo una de las reuniones más especiales de todo el Camino.
Y es que, al caer la noche, convocan a los peregrinos
–diría que los único feligreses de la zona- independientemente de su país o
religión, a reunirse y, simplemente, cantar gregoriano.
En esta liturgia, Vísperas, celebrada en una antigua
iglesia de origen románico despojada de todo adorno (y falta de reparaciones
básicas), cantando al unísono gracias al libreto que nos facilitaron los monjes
en cinco idiomas, con la lengua común europea que fue el latín; en penumbra,
en recogimiento, bajo grietas en la bóveda y en ropa de deporte…ahí, justo ahí,
descubrí a Dios.
Y todavía es más importante que, en ese mismo momento,
también supe, con claridad, qué es Dios.
Y es que Dios es el arte.
Y me sentí orgullosa.
Como historiadora del arte.
Y como humanista.
Porque ese éxtasis, esa sensación tan especial; esa energía
eléctrica que hacia brotar lágrimas a borbotones; ese salir del cuerpo y
flotar, ese sentirse parte de un colectivo. Sentirse acompañado. Ser
acompañado. Ser. Todo eso, y más, se lograba a través del arte. Es fruto del
arte. La manifestación suprema del ser humano. La materialización de
nuestro pensar más abstracto, de las matemáticas, de los impulsos cerebrales
más básicos.
Y es que si quieres descubrir que decimos cuando hablamos
de obra de arte total, haz el Camino.
Esa era la obra de arte total. Eso que a veces llamamos
sentir la presencia de Dios. Eso es la combinación perfecta, en tiempo y forma,
de arquitectura, pintura, escultura, lenguaje, olores, música, escenografía…
En ese momento el esfuerzo de tantos artistas cobraron forma y sentido.
Esa iglesia románica, en estado de semi-abandono, sufriente
como nuestros cuerpos; pero armoniosa, con proporciones que favorecen el
recogimiento. Con una oscuridad adecuada a un pueblo de montaña; a la luz del
atardecer.
Con pinturas que acrecientan su geometría, el orden bajo
los adornos. Con colores sencillos, austeros, como es el peregrino. Básicos.
Andar hacia delante, pintar hacia delante. Sin más florituras.
El olor a cal, a humedad, a cueva. A refugio.
El frio de las paredes pero el calor de la congregación. El
calor del abrigo. De nuestros abrigos. Allí no había ropas de domingo. Llevábamos
hábitos como los monjes, que iban de negro. Sencillos, prácticos, nuestra
segunda piel. Lo que somos sin más. Sin adornos. Sin afeites. Como los muros
que nos cobijaban dela fría noche.
La música. ¡Ay, la música! Bello es sin dudar el
cantar de los pájaros, pero las composiciones a las que ha llegado el ser
humano son incomparables. Que felicidad la de volver a escuchar notas, y la voz
grave del gregoriano. El arrullo de congéneres que cantan a la vez. ¡Qué
placer!
Y el poder a través de la palabra. Un arte que, a veces, olvidamos. No es lo
mismo usar una que usar otra. No existen sinónimos. Su utilización, tanto
escrita como hablada; su entonación, su cadencia. Es todo.
Y aquí hablamos en cinco idiomas y en latín. Cantamos y
hablamos de sufrimiento, y de no rendirse.
«Nosotros, los robustos, debemos cargar con los achaques de
los endebles y no buscar lo que nos agrada […]». Romanos 15, 1-3
«Hermanos míos: teneos por muy dichosos cuando os veáis
asediados por toda clase de pruebas. Sabed que, al ponerse a prueba vuestra fe,
os dará constancia. Y si la constancia llega hasta el final, seréis perfectos e
íntegros, sin falta alguna». Santiago 1, 2-4
No por nada dicen que la fe, como virtud, es la fuerza
interior que te permite someterte a las situaciones más adversas, de necesaria aplicación
en el camino de la sabiduría.
Supongo que yo encontré la fe. Y a Dios. Y después descubrí
que es el arte. ¡Ay, el arte! Todavía no me han perdonado que con Matrícula
de Honor me dedicara a estos derroteros. Pero, qué hay mas importante. Qué
disciplina engloba igual a todas las demás. Qué es eso que nos influye en el día
a día- a través de nuestro entorno, de los colores, de la ropa, de la música-.
Lo que nos evade cuando estamos saturados y nos da fuerzas cuando no podemos
más.
Puede que en el día a día lo ignoremos. Leemos un libro, decimos.
Vamos a una visita guiada, dirán. Sin darse cuenta de la importancia que tienen
las palabras; en los demás, en nosotros. En quien las piensa, quien las dice, y
quien las escucha.
Parece que nos da igual ir por una calle limpia que sucia;
cruzar un edificio u otro. Cruzar una carretera o un río. Vestir de rojo que de
marrón. Llevar lavanda o argán.
El arte es todo. Todo es el arte. Es la manifestación mas
completa de nuestra perfección e imperfección como seres vivos. Pero es sin
duda, humano. Aunque a veces lo llamemos Dios.
No es síndrome de Stendhal, es mucho más. Ya lo
experimenté de forma más focalizada con anterioridad; con el Marat asesinado de
David, con el Pierrot de Watteau, La Joven de la Perla o la Victoria de Samotracia. Pero en todas las ocasiones fue en el entorno aséptico de un museo;
y nunca antes en ropa de deporte y en chanclas con calcetines.
Donde no encontré a Dios, sin duda, fue en la Catedral de
Santiago. Pero de eso, amigos, hablaremos otro día.
Hoy me quedaré con esta sensación de plenitud absoluta, de
propósito, de sentido de la vida que es el arte. Cuatro letras minúsculas
con sentido mayúsculo.